miércoles, 2 de enero de 2008

Érase una vez una Familia...

“Érase una vez una familia integrada por un padre, una madre, un abuelo (que era el padre del padre) y un niño de ocho años, un muchachito. Sucedía que el abuelo ya tenía mucha edad, por eso le temblaban las manos y se le caía la comida de la boca cuando estaban en la mesa, lo que causaba gran irritación al hijo y a la nuera, siempre diciéndole que tuviera cuidado con lo que hacía, pero el pobre viejo, por más que quisiera, no conseguía contener los temblores, peor aún si le regañaban, el resultado era que siempre manchaba el mantel o el suelo al dejar caer la comida, por no hablar de la servilleta que le ataban al cuello y que era necesario cambiarla tres veces al día, en el desayuno, al almuerzo y a la cena. Estaban las cosas así y sin ninguna expectativa de mejoría cuando el hijo decidió acabar con la desagradable situación. Apareció en casa con un cuenco de madera y le dijo al padre, A partir de ahora comerá aquí, sentado en el patio que es más fácil de limpiar para que su nuera no tenga que estarse preocupando con tantos manteles y tantas servilletas sucias. Y así fue. Desayuno, almuerzo y cena, el viejo sentado en el patio, llevándose la comida a la boca conforme era posible, la mitad se perdía en el camino, una parte de la otra mitad se le caía por la boca abajo, no era mucho lo que se deslizaba por lo que el vulgo llama el canal de la sopa. Al nieto no parecía importarle el feo tratamiento que le estaban dando al abuelo, lo miraba, luego miraba al padre y a la madre, y seguía comiendo como si nada tuviera que ver con el asunto. Hasta que una tarde, al regresar del trabajo, el padre vio al hijo trabajando con una navaja un trozo de madera y creyó que, como era normal y corriente en aquellos lugares, estaría construyendo un juguete con sus propias manos. Al día siguiente, sin embargo, se dio cuenta que no se trataba de un carro, por lo menos no se veía el sitio donde se le pudieran encajar unas ruedas, y entonces preguntó, Que estás haciendo. El niño fingió que no había oído y siguió excavando en la madera con la punta de la navaja, esto pasó en el tiempo que los padres eran menos asustadizos y no corrían a quitar de las manos de los hijos un instrumento de tanta utilidad para la fabricación de juguetes. No me has oído, que estás haciendo con ese palo, volvió a preguntar el padre, y el hijo, sin levantar la vista de la operación, respondió, Estoy haciendo una cuenco para cuando seas viejo y te tiemblen las manos, para cuando tengas que comer en el patio, como el abuelo.”

Lo que haces hoy a tus padres, mañana tus hijos pueden hacértelo a ti. Hoy tu lo haces, tal vez imitando lo que ellos pudieron haber hecho en otra época. Es el momento de romper esta vergonzosa cadena. La sabiduría de este mensaje ahora está en tus manos. No trates de cambiar a las personas, acéptalas como son y bríndales tu comprensión. El cuarto mandamiento dice “Honrarás a tu Padre y a tu Madre”.

“Y lo dicho por el hijo al padre, fueron palabras santas. Se cayeron las escamas de los ojos del padre, vio la verdad y la luz, y en el mismo instante fue a pedirle perdón al progenitor y cuando llegó la hora de la cena con sus propias manos lo ayudo a sentarse en la silla, con sus propias manos le acercó la cuchara a la boca, con sus propias manos le limpio suavemente la barbilla, porque todavía podía hacerlo y su querido padre ya no.”

Hoy, ahora, es el momento de hacer lo que mañana lloraremos no haber hecho, cuando ya no se pueda hacer nada, porque la muerte no espera. La soberbia, primer pecado capital, se combate con humildad. El que da el primer paso se hace grande ante los ojos de nuestro Señor. Que Él te ilumine y te de la fuerza para avanzar. Mi mano siempre está dispuesta para apoyarte.

(Nota: todo el texto entre comillas es una fábula extractada del libro Las intermitencias de la muerte, escrito por José Saramago. Las reflexiones en negrillas son mi regalo para ti)

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