viernes, 8 de diciembre de 2006

La marca de la bestia

La historia bíblica nos ha hecho pensar que la bestia está marcada de un modo físicamente observable. Algunos prestan atención a lunares, manchas y verrugas. Otros, más literales, buscan un número milenario estampado en el cuero cabelludo. Pero yo tengo una idea diferente sobre esta marca. No es una marca física, aunque evidentemente observable. He llegado a la conclusión que esta marca se nos presenta como una forma de fanatismo: la intolerancia. La marca si está en la cabeza. Entonces la bestia tiene muchas cabezas o se trata de muchas bestias con diversas manifestaciones de intolerancia.

¿Qué cómo llegué a esta conclusión?. Primero podemos abordar la idea desde una perspectiva teológica. Al momento de la creación de la primera pareja, Dios les dio el más grande regalo de la vida, intrínseco al ser: el libre albedrío, la libertad de hacer lo que queramos. De este modo la salvación es una responsabilidad total e irrenunciablemente individual.

Siendo Dios un Dios de libertad, podemos esperar entonces que su antitesis estará ocupada en algo totalmente opuesto a esto de la franca voluntad de las gentes. La bestia es entonces, además de impostora, un ente de dominación e imposición. Sería algo que podemos reconocer en ese “hermano mayor” prefigurado por George Orwell en su libro 1984.

Pero también podemos llegar a esta misma conclusión si abordamos el asunto desde una perspectiva no religiosa, más bien antropológica. Tomemos el caso de los nativos originarios en cualquier lugar del planeta. Cuando nacen y se desarrollan en un lugar sin ninguna intervención exterior logran el estado más parecido al soberano antojo. Obtienen la libertad total, para salvarse o perderse: es la condición natural del ser humano. Sacrificamos parte de esta libertad por comodidad, pero también esto es voluntario, si no como explicamos las personas que deciden establecerse en el margen de nuestros sistemas, que de nadie esperan y a nadie prometen nada, que están desconectados de todo lo que les rodea y viven día a día de manera muy primitiva (al menos para las convenciones de nuestra era).

La historia universal nos presenta muchos ejemplos de lo que ha ocurrido cuando unos hombres quieren imponer a otros sus valores y creencias: aniquilación. Pero esta aniquilación no es solo física. Se ceba principalmente en la aniquilación de las ideas (particularmente las ideas distintas) y eventualmente en la aniquilación del espíritu individual. Si estuviéramos hablando de religión diríamos que mediante esta aniquilación es que se pierden las almas. Por lo que también desde esta perspectiva la intolerancia es lo que se opone a la naturaleza humana, lo que se opone a la libertad del individuo para decidir a su propio antojo. La intolerancia es la bestia.

En nuestro tiempo podemos ver intransigencia en lo político, religioso y cultural. Cegueras de diferente cuño en cada caso. Algunos signos del trabajo de la bestia se hacen más que evidentes. Son excluidos o “muertos en vida” aquellos que no piensan como ella. El fanatismo es la marca que enarbola el activista en la mano para golpear la mesa. La sumisión y la indiferencia son los velos que con vergüenza llevan otros en la frente, arrastrando los pies tras la misma bandera. Todo esto suma demasiado sacrificio por la aparente comodidad de dejar a otro el trabajo de salvarte a ti mismo. El que tenga video que vea y el que tenga audio que escuche.

Otro mensaje para García

El jueves veintiuno de septiembre del dos mil me encontraba viajando en un vuelo doméstico de Maracaibo a Caracas. Eran ya pasadas las seis-treinta de la tarde. Ya había hecho mi inmersión en las oraciones que normalmente uno reza cuando el avión despega. La temporada era de lluvias diarias y en los vuelos de las semanas anteriores había tenido sobresaltos. La sola idea de volar ya era incómoda para mi. Estaba sentado en la butaca cinco-A, observando por una ventanilla del lado derecho del avión. Esta circunstancia me permitía ver hacia el norte y el norte-este. No es común que yo viaje en asiento de ventanilla. Normalmente soy consultado al hacer el chequeo en el aeropuerto e indico mi preferencia por los asientos de pasillo. La razón es práctica, así puedo tener fácil acceso a mi maletín en el compartimiento superior y desembarcar más rápido cuando llego a destino. Pero ese día muchas cosas fueron diferentes. En los pocos momentos que hubo visibilidad pude regocijarme al contemplar la ciudad de Maracaibo, el Puente, la desembocadura del lago al golfo, un instante más tarde: el golfete de Coro, la bahía de Amuay y la ciudad de Punto Fijo. Estas últimas eran reconocibles gracias a los mechurrios de Amuay y Cardón. Este recorrido me permitió imaginar la ruta que seguíamos como si estuviéramos describiendo un arco imaginario ligeramente inclinado hacia el norte. En un extremo el aeropuerto de La Chinita. En el otro extremo el aeropuerto de Maiquetía. No recuerdo ni un solo instante en el que haya podido divisar el horizonte. La mayor parte del tiempo estuvimos sumergidos en una bruma densa, o calina o neblina que lo cubría todo, que lo abarcaba todo. A través de la ventanilla todo era un blanco absoluto, uniforme, continuo. De vez en cuando trataba de ver lo que íbamos dejando atrás y todo era igual. Solo veía el ala del avión desdibujada y blanquecina. La sensación era muy extraña, como de encierro. El avión tenía un ligero mecimiento y daba la impresión que el viento se resistía a ser cortado y nos obligaba a movernos lateralmente. Luego noté que la única discontinuidad en esa blancura sobrecogedora, era una gran mancha de luz aún mucho más blanca que todo lo que nos rodeaba. No estaba donde yo la hubiera esperado, atrás coincidiendo con el ocultamiento del sol, sino que estaba abajo, como en la superficie de la tierra o del mar. Giré mi cabeza para ver si alguien más también miraba. Me di cuenta que la persona que estaba a mi lado, como las otras que pude ver, dormían. Tuve la extraña sensación de ser el único que estaba despierto en ese momento. Cuando volví la mirada nuevamente en búsqueda de esa luz, tuve un pensamiento que parecía un mensaje. Suena de nuevo en mi mente cuando leo otra vez estas líneas. “¿Me buscas?” - y una breve pausa-, “no busques más, ahora encuéntrate a ti mismo”.

El Fin del Mundo

Con frecuencia escuchamos expresiones en donde se confunde planeta y mundo. Hoy me interesa debatir sobre la diferencia que hay entre el fin del mundo y el fin del planeta: el mundo ha llegado varias veces a un final, mientras que el planeta, a Dios gracias, todavía gira lleno de vida.

Y la diferencia estriba fundamentalmente en que el mundo es un ambiente, mientras que el planeta es un cuerpo que contiene estos ambientes. El mundo es al planeta lo que la decoración es a la casa: podemos remodelar muchas veces sin demoler la casa.

En nuestro planeta han existido y existen varios mundos, incluso con o sin humanidad. De allí que hablemos del mundo animal, del mundo de los romanos, del mundo desarrollado, del tercer mundo, de mi mundo y de muchos más. Cuando los aqueos, espartanos, micénicos y troyanos se estaban matando hace 33 siglos en la guerra de Troya, estaban peleando una guerra que involucraba a todo su mundo, ¿Cómo es que entonces la primera guerra mundial se peleo apenas el siglo pasado?. La guerra de Troya puso fin al mundo troyano y dio auge al mundo griego. La gran guerra europea puso fin al imperio austro-hungaro, pero más importante aún, condujo a la creación de una figura de soberanía supra-nacional a partir de la liga de las naciones y cambió el protagonismo del mundo de Europa a América.

Pero, ¿por qué se acaban los mundos?. Principalmente, porque nada es para siempre. Todo se agota, se desgasta, se hace obsoleto: los recursos, los modelos, las visiones compartidas, los líderes. Los signos ya los hemos visto: grandes desequilibrios sociales y económicos, divisiones políticas, separaciones nacionales y guerras. Fanatismo y fundamentalismo, aunque parezcan contradictorios con los síntomas, son los principales catalizadores; emulando manotazos en el intento de rescatar una edad de esplendor ya perdida.

El mundo que conocemos ya no es sustentable por mucho más tiempo. Debe llegar a un final para que podamos remodelar y crear un mundo nuevo. ¿cuántos deben morir en el fin del mundo?. Nadie debe morir. Nadie quiere morir. Muchos pueden dejar la vida.

De lo que pueda ocurrir tendrán tanta o más responsabilidad los indolentes, para los que Dante Alighieri (y Marisa Vannini, en su versión y comentarios) reservó un lugar en un limbo imaginario: “…condenados a correr afanados tras una bandera gris y descolorida como ellos, seres de espíritu tibio, almas que nunca sirvieron ni al bien ni al mal, no tuvieron interés en ninguna causa, no se entusiasmaron por nada (…) no pueden ya morir, pues ya están muertos…”. Clamemos entonces: ¡Levántate Lázaro!.

Vida

¿Qué es la vida?, ¿es solo energía?, ¿es solo actividad orgánica?, ¿es solo la unión del alma con el cuerpo?, ¿es solo el espacio de tiempo que transcurre mientras estamos aquí?.

Para los que estamos vivos la vida solo tiene un fin: sobrevivir. Es decir, vivir por la vida misma. Aunque solo la usemos para dormir, comer y tener descendencia. Hasta que de tanto hacerlo nos pongamos viejos, o enfermos o las dos cosas, y así se acabe nuestro tiempo individual.

¿Por qué estamos vivos?, pues solo por azar. Hemos batido todos los “records” de la lotería cósmica y sacamos el único premio. No hay ni segundo ni tercer lugar. La única alternativa era no existir, ni siquiera la fracción de un instante, para no estar en la memoria de nadie.

La naturaleza nos dio la capacidad de regenerarnos solo por un tiempo, que es suficiente para legar nuestro código genético a otros que, como nosotros, también lucharán cada segundo hasta cumplir su ciclo; y así sucesivamente hasta que algún cataclismo futuro, o la competencia por la vida, ponga punto final a nuestra historia como especie.

También ha querido la naturaleza que seamos individuos con sensibilidad por la vida. Pero esta sensibilidad trabaja en anillos concéntricos. Afuera está lo que sentimos por la supervivencia de extraños, aunque no hagamos nada. Un poco más adentro está lo que sentimos por la vida de los conocidos, aunque tampoco hagamos nada. Más adentro se encuentra lo que sentimos por la familia, aunque tratemos de hacer y logremos poco. Y muy cerca del centro está el sentimiento por las personas más queridas, confundiéndose con la vida propia.

Sobre la eutanasia tengo sentimientos encontrados. Una parte de mi me dice que la que tienen los pacientes en estado vegetativo no es vida. Al menos no una vida como la que tenemos la mayoría de las personas. Pero la vida no solo viene en blanco y negro. Allí están todas las personas con diferentes impedimentos, enfermedades, limitaciones, que pudieran ser sujetos de un trato similar en el futuro. Primero por razones médicas, luego por inviabilidad económica. La otra parte de mi, al final, simplemente me dice: mientras hay vida hay esperanza. La Eutanasia no parece ser exactamente el juego que Dios jugaría. ¿Por qué jugarlo nosotros?.

¿Dónde está el Paraíso?

Según aquel juego al que hace alusión Vargas Llosa en su libro, el Edén está en la otra esquina.

Suena a aquello de que la “grama de mi vecino es más verde”, o “me voy para Nueva York en busca de unos centavos”, o “cuando yo sea grande…”.

Muchas personas copian este programa en el que el Shangri-La siempre está en tiempo futuro o en una tierra remota e inaccesible.

Pero ¿Qué es el Paraíso?. ¿Será la idealización de aquel lugar en el que todos logran encontrar la máxima felicidad posible?, lo que nos lleva a preguntarnos ¿Qué hace falta para ser feliz?.

Muchos creen que serán felices cuando se hagan la próxima cirugía plástica, o cuando logren el ansiado ascenso en la Compañía, o cuando tengan tanta plata como Bill Gates, solo para encontrarse que aún cuando logren estas metas no han llegado porque siempre el Paraíso, como en el cuento del gallo pelón, se encuentra en la otra esquina.

¿Será que el Paraíso siempre puede estar aquí, con nosotros, sin más nada? ¿Será que es un estado mental de autosatisfacción? Algo así como que al levantarnos dejemos de ver que la grama del vecino es más verde, ni siquiera caer en aquello de que nuestra grama es igual de verde o más que la del vecino, tal vez hasta nos demos cuenta que no sembramos grama si no topochos y disfrutemos por igual de los topochos de nuestro jardín como de ver la grama del jardín vecino.