sábado, 3 de noviembre de 2007

Otro día cualquiera

Existe una teoría llamada del cerebro trino, según la cual todo ser humano esconde un mamífero primitivo y un reptil dentro de sí. Tres naturalezas en una sola personalidad. Racional, emocional y violenta.


Cuando una persona se ve sometida a eventos traumáticos y al mismo tiempo es obligada a reprimir sus reacciones hasta el punto en que debe actuar como un espectador de sí mismo y de lo que le ocurre, entonces abrimos la puerta a cuadros de fragmentación de la personalidad.


Esta es la historia de Ibrahim, pero también de Emil y Alí, los otros segmentos de su personalidad que no puede o no quiere mostrar públicamente.


Ibrahim tiene un oficio, aunque ya hace algún tiempo que está desempleado. Esto no es obstáculo para que todos los días se levante muy temprano, haga sus abluciones, pida la bendición de su madre y salga hacia la ciudad cuando afuera aún está oscuro, generalmente sin desayuno. Cada madrugada llega a la larga cola de la parada en donde sube al transporte; algunas veces en un viejo autobús en donde cuelga de la puerta o de una ventana si no tuvo la suerte de contar con un lugar adentro o en el techo; otras en un destartalado carro en donde van tan apretados que no puede diferenciarse a si mismo en el humor del resto de los pasajeros; la más de las veces en un camión en donde usted no llevaría a sus animales. Sin embargo esto no parece molestar a Ibrahim, quien siempre busca y se da una explicación para todo: “el combustible está muy caro, por eso no podemos tener más transportes”; “ahorramos para poder alcanzar fines superiores, por eso no tenemos mejores transportes”. Cuando llegan a la entrada de la ciudad hay un puesto de control. La visa de Ibrahim está próxima a expirar, por lo que los agentes de control hoy le causan más molestias. Sin embargo, de su rostro no desaparece la sonrisa ni de su trato la cortesía. Se subordina totalmente al sistema aún cuando puede ver que los perros realengos reciben de los agentes mejor trato que él. Se dice a sí mismo “no es nada personal, solo hacen su trabajo”. Después de retenerlo por casi dos horas, en las que ha visto pasar grupos llegados en diferentes transportes, una multitud como él, le dejan pasar con desdén y una última humillación: le tachan el documento para que no pueda usarlo mañana. Se consuela pensando: “aprovecharé de pasar a la oficina de permisos, tal vez hoy si esté lista la aprobación de mi solicitud de renovación”; “no me la habían aprobado porque no he conseguido trabajo, pero presiento que hoy mi suerte cambiará”. Toda una paradoja, para obtener un permiso necesita el trabajo, pero para buscar el trabajo necesita un permiso. Finalmente llega a la ciudad, justo a las puertas de la oficina de empleo. Las dos horas de retención hacen que él sea uno de los últimos de una larga cola de muchos Ibrahim y estando allí escapa con sus pensamientos; sin saberlo se encuentra consigo mismo, pero ahora es Emil.


Emil está muy nervioso. Siempre llega para ayudar a Ibrahim, que no sabe manejar estas situaciones porque de niño creció aprendiendo que los hombres no lloran, no tiemblan, no dudan y no tienen miedo. Pero Emil no siente que debe tener estas limitaciones. La primera vez que vino a auxiliar a Ibrahim fue para llorar en secreto la muerte de su padre, caído en un enfrentamiento con las fuerzas de ocupación. Para las cosas que ocurren él consigue explicaciones que Ibrahim no puede siquiera considerar. Está convencido que no ha rezado lo suficiente o que no lo está haciendo bien. De allí cree él que deriva su suerte. Ve la larga cola en la que se encuentra y calcula la hora por la altura del sol. Ya comienza a hacer calor. Presiente ya que es muy tarde para que logre obtener uno de los números del lote que será atendido hoy. Piensa en su madre y comienza a sentir una gran presión en su garganta: es un río contenido en ruta a descargarse como cascadas por sus vertederos. Busca en su chaqueta un pañuelo para enjugarse los ojos y descubre con su tacto algo que es una mezcla entre frio, áspero y mortal. Su corazón está próximo a saltar por su boca y cuando, entre duda y espanto, está a punto de derrumbase, surge Alí.


Alí no razona como Ibrahim y no se emociona como Emil. Es el espectador. Es como si estuviera por fuera del círculo de los tres. Lo que explica como siendo puro instinto e instinto puro, carece del instinto de preservar el recipiente que los contiene. Es el titiritero que no mide consecuencias porque no percibe que estas consecuencias le incumban. Alí apareció la primera vez poco después de la muerte del padre de Ibrahim y de Emil, que también era su padre. Ninguno de los otros dos, ya sea por racionalidad o por emocionalidad, pudo manejar el adoctrinamiento impartido por el movimiento de liberación, que es una máquina de la relación yo-mando-tu-obedeces. Alí se enlista en el movimiento para vengar la muerte de su padre, pero en su tierra igual no hay alternativa. La pobreza, el desempleo y el ultraje y despotismo de las fuerzas de ocupación crean tales condiciones de regresión en las que solo es cuestión de tiempo para que las filas del movimiento se engrosen con todos los hombres disponibles. Alí guardó en la chaqueta el dispositivo sin que Ibrahim y Emil lo supieran y ahora, que ha sido descubierto por ellos, toma el control. Sale de la fila y camina al frente, hacia la entrada del edificio de la oficina de empleo. En la puerta hay un par de agentes de seguridad, pero la confianza que proyecta Alí en si mismo le franquea el paso como si se tratará de otro funcionario más. Sube las escaleras y llega hasta el despacho principal de la oficina. En el lugar debe haber no menos de cincuenta personas en torno a diez escritorios. Ocho de cada diez de los presentes deben ser funcionarios con responsabilidades repartidas entre atención, revisión, archivo y decisión. Alí entra y no se dirige a ninguno de los escritorios, solo se queda parado en medio de la habitación. Luego emite un grito gutural y desgarrado al usar el dispositivo que le fundirá y confundirá con media centena de infelices. Primero un resplandor. Finalmente un silencio sordo, tinieblas, caos y un insoportable olor entre dulce y amargo.


Si Ibrahim hubiera podido hablar con Alí, seguramente le habría dicho que “la muerte no parece tan horrible cuando tienes que vivir en deshonra; pero la muerte no es la solución a los problemas de la vida si no la negación de la vida misma y la anulación de cualquier opción”. Emil, por otra parte, le habría dicho “nuestra madre, qué será de ella; quién podrá consolar el dolor que has clavado en su pecho como la puñalada que guardabas para tu enemigo”.


Mientras escribo estas líneas, veo las noticias y presentan un par de historias similares. La tierra sigue girando. Es otro día, como cualquier otro.

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